Sobre “Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin”
de Tito Cossa, dirigido por
Norberto Gonzalo en el Teatro La Máscara.
El teatro es peligroso.
Es casi imposible afirmar cuando una obra
de arte de la dramaturgia logra su versión ideal en alguna de sus puestas en
escena. En el caso de esta "Ya nadie recuerda a Frederic Chopin" de
Roberto Cossa, que dirige Norberto Gonzalo, es tentador afirmarlo, ¿y por qué
no? Vi otras puestas y todas fueron meritorias porque el texto es de una
grandeza tal que es muy difícil opacarlo. Sin embargo esta versión es la que se
podría calificar de definitiva, si no fuera porque seguramente se seguirán
haciendo otras.
¿Qué tiene esta versión que no dudamos en
calificar de perfecta? (Cuando escribo "no dudamos" no es una
construcción plural crítica; es lo que hablé con muchos espectadores al
finalizar la función.)
Tiene sin dudas una claridad, una lucidez
del director y los actores que apabulla. Desde la platea recibimos piña tras
piña sin parar: todas las emociones posibles con una intensidad que asimilamos
únicamente gracias a la sabia dosificación que desde el escenario nos deja
volver a respirar. La elección del elenco es superlativa, (todos y cada uno de
los actores) y entonces de la mano de su director se nota que empecinadamente
se han decidio a nockearnos, dejar que nos levantemos, contar hasta ocho y
volver a nockearnos. El grito intolerable, espeluznante de la hija al morir el
padre es una síntesis perfecta de que Gonzalo y los actores entendieron que al
drama que escribió Cossa hoy hay que hacerle mérito transformándolo en
tragedia.
Hay tentaciones siempre con los grandes
textos. Por ejemplo es tentador con este dejarse llevar, hacerse el vivo y
hacer de sus personajes seres monstruosos o miserables o deshumanizarlos
maquinalmente a fin de ilustrar su patetismo. En esta puesta nada de eso pasa,
con una inteligencia que da miedo de tanta. La dirección y los actores no
ilustran, viven, están allí con absoluta verdad, y se hacen entrañables, los
amamos, sufrimos con ellos, hasta que de pronto advertimos que somos como
ellos, ciegos, gente que se cree culta, que se pretende más, que espera visitas
que los halaguen, que anhelan una posteridad que justifique su mediocridad, que
desdeña todo aquello que no sea parte de sus aspiraciones; gente que no ve lo
que pasa afuera, tan encerrados en sus mundos chiquitos soñando con hazañas que
jamás vivirán, con países que no conocerán, con culturas que no les son
propias, envidiando ya ni saben qué. La genialidad de esta puesta está allí: en
que amamos, adoramos a esos seres que van a perderlo todos en manos del
autoritarismo, ese que sabe esperar lo que haya que esperar para quedarse con
todo mientras les rogamos que sí, que por favor se queden con todo lo nuestro
con tal de hacerse cargo de lo que nosotros no pudimos, porque no supimos mirar
para afuera, donde de verdad pasaban las cosas un 17 de octubre o ahora en los
barrios carenciados. Estos personajes festejan un 17 de octubre que no es el
del pueblo. Lo que hace esta versión ideal al hacernos amarlos como nos amamos
a nosotros es hacerla absolutamente actual, ponerla en este tiempo subjetivo
-sin otro recurso que el talento- en el que muchos, muchísimos argentinos hoy,
de la misma clase media y cultural que en la obra, nos quedamos tan sin nada y
encima a veces tan a gusto. La puesta de Gonzalo nos propone lo que propone
Cossa, mirar qué sucede afuera, y para eso es imprescindible mirar para adentro
para intentar al menos poner el cuerpo para un último riesgo: hacer lo que haya
que hacer para que no se queden con toda nuestra casa y nuestro futuro. La
presencia en el público del cura Francisco Paco Olivera de Opción por los pobres
es el mejor homenaje que pueden recibir quienes hicieron exquisitamente esta
versión. Y también es un empujón más, como si Paco fuera un actor más, a tratar
de entender por qué se está jodiendo todo y cómo impedir que se termine de
joder del todo.
El teatro es peligroso, porque nos aviva.
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